Un vecino llamó a mi puerta: «¿Vio que un vidrio de su coche está roto?». En seguida salí corriendo. Había vidrios por todas partes. Un ladrón había estado allí. ¿Qué se habría llevado? Faltaban dos cosas: ¡mi cartera y mi Biblia! Más tarde el timbre volvió a sonar. Un transeúnte trajo mi Biblia. La había encontrado en la acera y había visto mi nombre y mi dirección en el interior. Me alegró recuperarla, pero, por supuesto, nunca volveré a ver mi cartera. El ladrón confundió mi Biblia con una cartera… Cuando se dio cuenta de su error, la tiró, pero se quedó con el dinero. Hizo su elección.
Esta elección caracteriza a la sociedad actual. Nuestra generación materialista busca el dinero, que se convierte en su dios, y en consecuencia rechaza a su Dios Creador y Salvador.
Jesús advirtió a sus discípulos: “No os hagáis tesoros en la tierra… sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón… Ninguno puede servir a dos señores… No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mateo 6:19-21, 24). ¿De qué nos servirá una fortuna frente a la muerte? En cambio, saber dónde pasaremos la eternidad y tener la vida eterna es un tesoro de un valor incomparable. La Biblia nos revela la maravillosa manera de obtener esta vida gratuitamente, y también nos dice que Jesús la adquirió para nosotros al precio de su sufrimiento y su muerte en la cruz. Él da esta vida eterna a los que creen en él: “Vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios… tenéis vida eterna” (1 Juan 5:13).