Jesús estaba en el norte del país, y una mujer se le acercó para suplicarle por su hija.
Esta mujer cananea no tenía derecho a los privilegios reservados a Israel. Jesús empezó por ignorarla. Pero ella insistió, y los discípulos, molestos, le pidieron que la despidiera. Jesús le explicó que él había sido enviado primero a las ovejas perdidas de Israel. Pero nada la persuadió para que se fuera. Su hija era cruelmente atormentada por un demonio, y Jesús era su única esperanza. Entonces se le acercó respetuosamente y le dijo: “¡Señor, socórreme!”. Pero, ¡qué golpe! Jesús le respondió: “No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos”, dando a entender que los hijos son el pueblo de Israel, y los “perrillos” son las naciones vecinas.
Pero con paciencia y confiada en Jesús, esta mujer mostró una actitud admirable: aceptó humildemente ese lugar y respondió: “Aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos”. ¡Entonces obtuvo la victoria! Jesús le respondió: “Mujer, grande es tu fe”. Y la joven fue sanada gracias a la fe insistente de su madre.
La actitud de Jesús, incomprensible a primera vista, es sorprendente. Él conocía la fe de esa mujer y quería hacerla brillar. La llevó a reconocer que ella no tenía ningún derecho, y a confiar solo en Su gracia. Sobre esta base, la fe puede recibir todo. Solo por la gracia de Jesús esta mujer recibió la respuesta a su oración. Hoy, a través de Jesucristo, todos los seres humanos tienen el mismo acceso al Dios que los ama.