«Arrepentirse es reconocer su propio pecado; es distanciarse de él como de algo detestable. El arrepentimiento implica una ruptura con el pecado y un deseo de no cometerlo «nunca más». Esta ruptura permite a Dios borrar el pecado y perdonar al pecador.
El ladrón arrepentido en la cruz es un notable ejemplo de ello. Este malhechor se desligó del otro criminal (“¿Ni aun temes tú a Dios?”), reconoció su pecado (“justamente padecemos”), confesó el señorío de Jesús (es Rey, “ningún mal hizo”) y le pidió ayuda (“Acuérdate de mí”). La respuesta de Jesús fue inmediata: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:39-43).
El otro malhechor injuriaba a Jesús: “Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros”. Finalmente, estas palabras parecen tener cierta lógica… Jesús no le respondió ni una palabra. ¿Por qué? ¿Acaso este hombre no estaba sufriendo? ¿No se hallaba en el umbral de la eternidad? ¿Jesús no ama al pecador? ¿Por qué este silencio?
Porque este hombre no abandonó su pecado, no se arrepintió, su pecado y él eran uno. El otro ladrón era igual de culpable, pero se apartó de su pecado, se arrepintió. La actitud de Jesús en ese momento particular de la crucifixión nos muestra que Dios aborrece el pecado, pero ama al pecador. Dios recibe a los que se arrepienten y se vuelven a Jesús con fe».