Nacida y criada en una familia musulmana, desde niña buscaba a Dios con todo mi corazón. Pero cuanto más intentaba agradarle, más vacía me sentía en mi interior. Sufría por la ausencia de Dios…
Un día, saliendo de la escuela, escuché a unos jóvenes cristianos afirmar: «Jesús es el camino, la verdad y la vida. Nadie puede ir al Padre, sino por él». Este mensaje me impresionó. De repente descubrí lo importante que era creer en Jesucristo para acercarse a Dios. Más tarde fui a una iglesia. El predicador habló del mismo versículo bíblico que yo había escuchado unas semanas antes en la calle. Ese día creí en Jesús.
Pero, ¿cómo decírselo a mis padres? Temía su reacción. Un día salí de mi silencio y les hablé de mi fe en Jesús. Mi padre me echó de la casa. De un día para otro me encontré sola en las calles de Abiyán. No sabía cómo iba a sobrevivir. Pero una pareja cristiana me acogió como si fuera su propia hija.
Unos años más tarde, un amigo me animó a contactar con mi familia. Esto parecía imposible. Pero decidí escribir a mi padre y, en cuanto recibió mi carta, aceptó verme. Cuando llegué, habló delante de toda la familia y me dijo: «Te pido perdón por todo el dolor que te he causado. A pesar de todas estas pruebas, has seguido creyendo en tu Jesús. Tu Jesús debe ser verdadero. Desde entonces, varios miembros de mi familia han creído en el Señor Jesús».