Durante la invasión del ejército alemán a Francia, en la Segunda Guerra Mundial, la línea de demarcación pasaba por encima de una pequeña casa en el suroeste. Un día el oficial alemán encargado del puesto visitó a la joven inválida que vivía allí con su madre. Al ver un calendario similar al que usted tiene en sus manos, exclamó: «¡Es nuestro calendario!». El domingo siguiente, Santiago y sus compañeros quedaron atónitos al entrar en la sala de reuniones, y ver al oficial participando emocionado en el servicio. Este cristiano había creído en el amor de Dios manifestado en Jesucristo y reconocía como sus hermanos y hermanas a todos los que compartían esta misma fe.
Podríamos preguntarnos cómo hacía este cristiano para conciliar su vida de discípulo de Cristo con su vida de soldado de un país en guerra. Ciertamente no compartía las ideologías de los dirigentes de su país. Pero supo utilizar su posición para evitar que sus hombres cometieran atrocidades. El Evangelio tuvo la última palabra entre él y los pocos cristianos que debía vigilar. Unidos en torno a su Señor Jesucristo, eran hermanos y hermanas, franceses o alemanes.
Hoy el Evangelio sigue siendo ese poder transformador para “todo aquel que en él cree”, cualquiera que sea su nacionalidad, su religión, los valores que determinan su conducta civil o su posición social. Jesucristo murió para reconciliar con Dios a todos los que creen en él, para hacer de ellos hermanos y hermanas. Incluso en un país en paz, ¡es maravilloso experimentarlo!