Jesús tuvo contacto con muchas personas. Un día fue invitado a casa de un fariseo (un israelita religioso). Jesús sabía que había sido invitado por costumbre, y quizás por hipocresía. Este fariseo, ¿quería encontrar algún error en las enseñanzas de su invitado?
Cuando se sentaron a la mesa, una mujer de la ciudad, conocida por su vida inmoral, trajo un perfume y, llorando, regó los pies de Jesús con sus lágrimas, los besó y los ungió con el perfume. El fariseo pensó: Si este hombre “fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que le toca”.
Jesús conoce los corazones. Aceptó en silencio el arrepentimiento sincero de esa mujer, pero no pudo callar ante la pretensión y falta de consideración del fariseo. Sin embargo, con delicadeza, lo interpeló llamándolo por su nombre:
–“Simón, una cosa tengo que decirte”.
–“Di, Maestro”, respondió Simón, atento a la respuesta.
Entonces, delante de todos, Jesús reveló su tristeza por la negligencia de su anfitrión, resaltó la atención de esta mujer y manifestó su gozo de perdonar a una pecadora arrepentida.
Jesús conoce a cada uno por su nombre. Discierne todos nuestros pensamientos, nos ama y desea nuestra verdadera felicidad. Con dulzura se dirige a usted y a mí: “Una cosa tengo que decirte”. Lo hace cuando oramos, cuando leemos la Biblia –si dejamos que nos hable–, y tal vez a través de un amigo cristiano… Estemos dispuestos a escucharlo, y respondámosle: “Di, Maestro”.