“Un hombre tenía dos hijos”. Así comienza la magnífica historia contada por Jesús para hablarnos del amor de Dios, el amor del Padre (Lucas 15:11-32).
El hijo menor pidió su parte de la herencia, mientras el padre aún vivía, y se fue. Cuando volvió a la casa paterna, hambriento y arruinado, ¿cómo lo recibió su padre? ¿Lo rechazó, le reprochó? No, lo estaba esperando, lo abrazó y lo besó. “Padre”, dijo el hijo, “ya no soy digno”. Era consciente de haber perdido su dignidad de hijo. Pero su padre le dio tres pruebas de esa dignidad: el mejor vestido, señal de su filiación; un anillo, señal de vínculo; y sandalias, símbolo de libertad.
Creyentes o no, esta historia nos concierne. Incluso como cristianos, a veces nos alejamos de la presencia del Padre. Cuando nos distanciamos de Dios, no vivimos acorde con nuestra dignidad de hijos de Dios.
¿Qué nos aleja de él?
– El deseo de vivir nuestra vida sin Dios;
– nuestro deseo de controlarlo todo;
– nuestros miedos;
– diversiones, cualquier cosa que nos distraiga de lo esencial.
Como este hijo menor, volvamos a Dios. Su misericordia y ternura, como las del padre de esta historia, serán chispas de gozo en nuestros corazones arrepentidos. Hoy nos invita a volver a él, a dejarnos abrazar, a recuperar nuestra identidad de hijos e hijas. Nos recibe, a pesar de nuestros fracasos y errores, sin reprocharnos nada, porque nos ama.