Praga (Europa), junio de 1286. Sonaron las campanas y todo el mundo estaba contento. El rey Wenceslao II se disponía a entrar en la ciudad para visitar, especialmente, el barrio judío. Al final de la visita un enorme trozo de ladrillo cayó a sus pies, pero no lo hirió. Indignado, el rey dio ocho días de plazo para que le entregaran al culpable, de lo contrario todo el barrio sería destruido. El rabino intercedió para que se revocara la orden, pero todo fue en vano, y pronto solo se oyeron lloros y lamentos. Por más que buscaron al culpable, fue imposible hallarlo. Toda la comunidad judía debía sufrir el castigo por el crimen cometido por uno de sus miembros. Finalmente un judío, R. Schiftels, decidió salvar a sus hermanos muriendo en lugar de todos, a pesar de ser inocente. Se entregó, fue condenado y ejecutado, liberando así a su pueblo de la ira del soberano.
Este acto admirable, que muestra el amor de dicho hombre por sus semejantes, es solo una pequeña imagen del sacrificio del Señor Jesús, quien sufrió y murió no solo por “sus amigos”, sino por todos los pecadores, ¡incluso por sus enemigos! Un líder judío había dicho: “Nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca” (Juan 11:50).
Jesús, el Justo, vino a sufrir el castigo que nosotros merecíamos por nuestros pecados, para salvarnos y darnos la felicidad eterna.
¿Puede usted decir: El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí?
“Con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:7-8).