El apóstol Pablo compareció ante el tribunal judío debido a su fe en Cristo (Hechos 23:1-11). Ignorando el rango del líder religioso que ordenó golpearlo, Pablo respondió con palabras inoportunas. Entonces fue reprendido y admitió su falta públicamente. Luego, durante la audiencia, se formó un gran alboroto, y los soldados tuvieron que sacarlo de en medio del público presente. Solo, en su calabozo, probablemente le asaltaron pensamientos tristes, y tal vez remordimientos. Pero en la noche su Señor le trajo el consuelo de su presencia, tan necesaria para él. Más tarde, durante un segundo encierro, también pudo decir: “El Señor estuvo a mi lado, y me dio fuerzas” (versículo citado).
Jesús estaba con Pablo todos los días, según su promesa (Mateo 28:20). Pero, en esos momentos cruciales, estuvo a su lado.
Cristianos, el Señor está con nosotros todos los días, acompañándonos en nuestros quehaceres diarios. Estos acaparan nuestros pensamientos de tal manera que olvidamos Su presencia en cada momento. Sin embargo, el Señor está ahí, lo sabemos, lo creemos.
Pero hay momentos en los que estamos turbados, tristes, tal vez solos, momentos en los cuales sentimos que no hemos estado a la altura… Es entonces cuando, como Pablo, podemos saborear estos momentos privilegiados, llenos de dulzura: el Señor se acerca y nos habla en secreto, nos consuela, como una madre toma tiernamente a su hijo en sus brazos. Estos momentos de intimidad son como un tesoro personal, ¡un recuerdo feliz que debemos atesorar!