Imagine que una persona se hiere con un vidrio. Le limpian la herida, pero un pequeño trozo de vidrio queda oculto allí. Con el paso del tiempo y los cuidados, el brazo parece sanar, pero pronto algunos movimientos desencadenan un fuerte dolor.
Una persona que no ha perdonado los agravios sufridos se encuentra en la misma situación, y a menudo, en el curso de relaciones cordiales, de repente reacciona de forma anormal y violenta. La herida no ha sanado. Como en el brazo herido, las pomadas no sirven para nada: la única solución eficaz es sacar el cuerpo extraño.
En el caso del perdón, ¿cómo quitar la amargura de nuestro corazón? Es un proceso difícil que puede llevar tiempo, hasta que sane. El primer paso es pedir ayuda al Señor Jesús. Siendo conscientes de su presencia con nosotros, contémosle lo que nos sucedió. Hablémosle clara y sinceramente sobre lo que nos hizo sufrir, lo que nos agobia; y en nuestras oraciones recordemos las primeras palabras de Cristo en la cruz: “Padre, perdónalos”. Entonces, en su tiempo, Jesús nos dará la paz. Todo rastro de amargura y de venganza desaparecerá. Además, como Jesús nos lo ha pedido, amaremos a quienes nos han ofendido… aunque el perdón no siempre sea recíproco.
No podemos olvidar ciertas experiencias de nuestra vida, como la cicatriz que aún es visible en nuestro brazo, pero el Señor Jesús nos sanará y nos dará la fuerza para perdonar.
“Sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Efesios 4:32).