La pandemia del 2020 nos enseñó que podemos estar contaminados por el Covid-19 y permanecer aparentemente sanos. Como «portadores sanos», podemos transmitir la enfermedad a otros. Es difícil decirse a uno mismo: «Estoy muy bien, pero sigo siendo portador del virus».
La Biblia nos dice que, como resultado de la desobediencia de nuestros primeros padres, Adán y Eva, todo el mundo se contaminó con el pecado, y la muerte entró en el mundo. Ninguna medicina, ninguna vacuna, podrá curar a la humanidad de este «virus». ¿Somos conscientes de ello?
¿La situación es desesperada? No. El primer paso en el camino hacia la sanación es reconocer que uno está “enfermo”, es decir, que es un pecador ante Dios. Muchas personas se niegan a aceptar este diagnóstico. Una conducta honorable, buenas acciones, incluso la solidaridad con el prójimo, dan la ilusión de que uno no está “contaminado”. De hecho, el veredicto de la Biblia es implacable: “No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Salmo 14:3). ¡No hay «portador sano»! “Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana” (Isaías 1:6). Por ejemplo, la más mínima mentira me aleja definitivamente de Dios.
Felizmente, esta enfermedad mortal que nos afecta a todos halla su cura mediante la fe en Jesucristo, el Hijo de Dios: él dio su vida en la cruz por nosotros, y “por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5). ¿Cuál es el resultado? Si creemos, ¡recibimos el perdón, la paz y la vida eterna!