Pasar por Samaria era la ruta más corta para ir de Judea (sur de Israel) a Galilea (en el norte). Pero los judíos rara vez pasaban por esta región, pues la consideraban «contaminada» debido al origen y la religión de sus habitantes. Preferían desviarse unos 40 km por el valle del Jordán. Consideraban a los samaritanos como un pueblo despreciable.
Pero en este capítulo del evangelio de Juan, Jesús debía pasar por Samaria. Le era necesario encontrarse con una persona que, aunque era responsable de su difícil situación, anhelaba la felicidad y la paz. Jesús se sentó junto a un pozo al mediodía, la hora más calurosa del día, cuando normalmente nadie va a buscar agua. Allí, contrariamente a la costumbre, dado el contexto, abordó a una mujer que llegó a sacar agua. Él, un hombre judío, se interesó por la situación de esta mujer samaritana de mala reputación, porque sintió una profunda compasión por ella y quería cambiar su corazón. Le reveló que él es la fuente de la vida, de la vida eterna. Ella sería su primer testigo entre los samaritanos. Después de oír a Jesús, estos declararon: “Sabemos que verdaderamente este es el Salvador del mundo” (Juan 4:42).
Aún hoy Jesús sigue buscando a los que son despreciados, rechazados, a los extranjeros, excluidos, odiados, porque los ama.
“Jesús les dijo: Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Lucas 5:31-32).