Simón Pedro estaba pescando en el lago de Tiberias. Jesús tomó prestada su barca para hablar más fácilmente a la multitud reunida en la orilla (Lucas 5:1-11). Después de esto, Jesús invitó a Simón a remar mar adentro y a echar las redes. Aunque había pescado toda la noche sin ningún éxito, Pedro obedeció a Jesús, y al instante sus redes se llenaron a tal punto que se rompían, y su barca se hundía bajo el peso de esta pesca milagrosa.
Simón comprendió que el único que podía traer los peces a sus redes a plena luz del día era Dios, el Creador. Asustado, cayó de rodillas ante Jesús, confesando su condición de pecador, y pidió al Señor que se apartara de él. Pero Jesús se quedó con él y lo tranquilizó. Haría de él un “pescador de hombres”, que predicaría el evangelio después de él.
Esta historia ilustra cómo la gracia de Dios actúa en un hombre. Lo primero que ella produce no es un gran gozo, sino el sentimiento de la gravedad del pecado. Lo hace de una manera mucho más profunda que la ley de Moisés en el pasado. La ley llenaba de miedo al hombre ante Dios y lo mantenía a distancia (Éxodo 19:16-25). En cambio, la gracia de Dios, manifestada en Jesús, le muestra su posición desesperada, pero acerca el hombre pecador a Dios.
Esta gracia llevó irresistiblemente a Simón Pedro hacia Jesús. Dejó todo y le siguió (Lucas 5:11).