Este relato del evangelio de Juan narra una escena de la vida cotidiana, y nos recuerda hasta qué punto, durante treinta años, Jesús vivió como un hombre en medio de sus contemporáneos. En esos días se celebró una boda en una aldea vecina al pueblo donde Jesús creció. María fue invitada, al igual que su hijo Jesús y sus discípulos. Jesús aún no era conocido, como lo sería cada vez más en el transcurso de los tres años siguientes. En esa fiesta transformó el agua en vino, comenzando así a mostrar su divinidad y su poder como Creador: “Este principio de señales hizo Jesús en Caná de Galilea, y manifestó su gloria” (Juan 2:11).
Esta historia da a los cristianos una lección sencilla y práctica: ¿Es Jesús el invitado permanente en nuestros momentos felices, en las reuniones familiares, en los hechos de la vida en los que nos gusta estar juntos? Pensamos en él con más facilidad en los momentos dolorosos o trágicos de la vida, pero Jesús es el Señor de todas nuestras circunstancias, y debería ocupar un lugar de honor en esos momentos de gozo. Su presencia no «estropea la fiesta», al contrario, la hace más hermosa y feliz, y nos llena de un gozo profundo, verdadero y continuo. Orando previamente por estos momentos, abriendo la Palabra de Dios, cantando alabanzas al Señor, sentimos su presencia y su feliz influencia. A diferencia de las fiestas de las cuales Dios es excluido, estos momentos nos dejarán un recuerdo feliz que nos llenará de gratitud.