«Me convertí a Cristo cuando tenía 15 años. Mi madre también creyó en el Señor Jesús, un año después. Mi padre, en cambio, no quería saber nada de esos «temas religiosos». A los 84 años le diagnosticaron una enfermedad terminal. Un día me llamó y con voz angustiada me dijo:
–Te llamo para despedirme.
Fui a su casa lo más pronto posible y lo llevé al hospital donde lo operarían el día siguiente. En la mañana, antes de la operación, pudimos leer juntos varios textos de la epístola a los Romanos, que nos habla del pecado del hombre y de la salvación gratuita ofrecida por Dios. Sabía que mi padre se sentía insultado ante la idea de ser llamado pecador. Una parte de mí quería disimular lo que este texto bíblico dice sobre el pecado, pero yo amaba a mi padre, y no quería ocultarle nada.
Después de nuestra lectura, lo miré y le pregunté:
–Papá, ¿has confesado tus pecados y has pedido a Jesucristo que te perdone?
–No…, dijo, e hizo una larga pausa. Luego terminó su frase: pero creo que ya es hora de hacerlo.
¡Yo no podía creerlo! Ese día, por primera vez, mi padre oró en voz alta. Confesó sus pecados y puso su confianza en Cristo, justo antes de su operación, la cual fue un éxito. En su gracia, Dios le concedió cinco años más de vida. Mi esposa, mis hijas, mi hermano y yo estuvimos a su lado cuando dejó este mundo, en paz, para estar con Jesús».