Una gran inundación devastó a un pueblo del suroeste de Asia, y un grupo de extranjeros llegó para ayudar a reconstruirlo todo. Pero los guerreros de la tribu liderada por su jefe Jalal les atacaron varias veces y quemaron sus tiendas.
Además de prestarles ayuda, los forasteros les contaron historias sobre los profetas de la Biblia. Jalal estaba furioso, pero lo que más le sorprendió fue que no tomaran represalias a sus ataques, mostrando una fortaleza que desconocía.
Por mucho tiempo, Jalal los observó con prismáticos desde las montañas. Finalmente, una noche bajó al pueblo y escuchó por sí mismo esas historias sobre los profetas… y también sobre Jesús. Entonces pensó en todo el mal que había hecho, en toda la gente a la que había golpeado y matado.
Ocho meses después, le invitaron a ver una película sobre la vida de Jesús. Conmovido, pidió a sus hombres que pusieran sus armas en un rincón, por respeto.
Unos meses más tarde Jalal preguntó:
–Os golpeé, os disparé… ¿Cuál es el castigo, según vuestra fe, por todos los pecados que cometí contra vosotros?
La respuesta fue:
–Ninguno. No hay castigo para ti. Te amamos.
Seis años después, Jalal dijo:
–Jesús es mi vida. Él es una sombra bajo la que vivo y siento paz. Él es Dios. Todo mi cuerpo le pertenece.