«De joven, tenía sed de verdad, de la verdad sobre el mundo creado, pero no encontraba respuestas a mis preguntas más profundas: ¿Quién soy?, ¿qué significa amar? Fue a raíz de un fracaso amoroso que empecé a hacerme preguntas sobre Dios. ¿Cómo podía «conectar» con él? Creía en un Dios creativo, poderoso e inteligente, pero distante. Cuando releí los evangelios, una de las palabras de Jesús me impactó: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9). Me di cuenta de que Jesús era la imagen encarnada, visible e histórica de Dios.
En un campamento para jóvenes escuché hablar del Espíritu Santo. Y me dije: «Ah, esta es la conexión del Dios lejano con mi corazón, vacío de amor y lleno de angustia». Aquella noche, invité a Dios a entrar en mi vida. No dormí en toda la noche, pero después me di cuenta de que tenía una paz, una tranquilidad y un descanso extraordinarios que nunca antes había experimentado. Esta paz era la señal de que el Señor había entrado en mi corazón.
Mi conocimiento de Dios como Padre fue gradual. Antes era perfeccionista y quería ganarme el favor de Dios. Pero descubrí que es Jesús quien me presenta al Padre. Él me revela a Dios como un Dios de gracia. Poco a poco aprendí a actuar no para merecer la gracia, sino considerando que la presencia de Dios y de su amor están ahí, en medio, al principio y al final de mi trabajo. ¡Es otra forma de ser, otra forma de vivir!».