Cuando comenzó la epidemia de Covid-19, mi tía abuela, de 95 años, seguía viviendo sola en su casa. Todavía en buen estado de salud, había conservado toda su lucidez. Era perfectamente consciente de los riesgos a los que se exponía y de las medidas que debía tomar para protegerse.
Cuando entró en vigor el confinamiento, pensé que iba a pasar ese tiempo con sus hijos. Pero para mi gran sorpresa, me dijo que había decidido quedarse en su casa, que no estaba preocupada.
Me contó lo agradecida que estaba al Señor por permitirle vivir en el centro de la ciudad, con todas las tiendas y servicios cerca. Veía como un testimonio de la fidelidad de Dios que sus vecinos hubieran venido a pasar ese tiempo en su casa contigua a la suya. Así no estaría aislada.
Por encima de estos beneficios materiales, daba gracias a Dios por todo el aliento que recibía del calendario bíblico que leía cada día. En una de sus lecturas, el versículo mencionado anteriormente la había conmovido de manera especial.
En medio de la tormenta, permaneció perfectamente serena, firmemente unida a su Señor, que había prometido que nunca la abandonaría.
“Él solamente es mi roca y mi salvación. Es mi refugio, no resbalaré” (Salmo 62:6).