En 1969, tenía 17 años. Mi padre era imán, descendiente de un pueblo que había llegado a Bengala desde Afganistán. Su religión era el islam. Yo solía hacer muchas preguntas a mis profesores de la madrasa (escuela islámica), pero no sabían responderlas y se enfadaban. Para burlarse de mí, uno de ellos me llamó «el cristiano». Como no tenía ni idea de lo que eso significaba, fui a ver a un misionero, que respondió a mis preguntas. Este me enseñó quién era Jesús y lo que había hecho por nosotros. Poco después, entregué mi vida a Cristo.
Cuando llegué a casa, se lo conté todo a mi padre. Me echó inmediatamente, sin darme tiempo siquiera a coger algo de ropa. Me desterraron de mi familia y mi padre me desheredó. Me fui a Dhaka, la capital, pero no tenía nada… En 1972, mientras vivía en la calle, conocí a otro misionero. Me invitó a estudiar la Biblia con él y me cuidó durante nueve meses, enseñándome acerca de la fe. Luego me animó a volver a casa y evangelizar a mi pueblo. Así que volví al norte y me uní a una iglesia cristiana formada principalmente por gente de las tribus que los bengalíes habían expulsado de sus tierras. Como yo mismo era bengalí y de origen musulmán, comprendí la desconfianza que estos creyentes podían sentir hacia mí, a pesar de que ahora éramos hermanos. En aquel momento, inicié un grupo de estudio de la Biblia que tenía lugar todas las mañanas a las 6.