Era por la mañana. Jesús estaba sentado en el atrio del templo, enseñando a la gente. Un grupo de religiosos le interrumpió para atraparle en su enseñanza. Le trajeron a una mujer sorprendida en flagrante adulterio. ¿Iba Jesús a confirmar su sentencia de muerte, en aplicación de la Ley de Moisés? Le preguntaron qué había que hacer para poder acusarle.
Jesús no respondió, sino que se agachó y escribió en silencio en el suelo. Volvieron a preguntarle con insistencia, así que se levantó y les dijo: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella”. Luego se inclinó y siguió escribiendo en tierra. Uno a uno, los que habían venido a condenar a la mujer se fueron. Solo quedaron Jesús y la mujer que tenía delante.
¡Ahora tenía esperanza! Jesús le habló y le preguntó: “¿Ninguno te condenó?”. “Ninguno, Señor”, dijo la mujer, apaciguada. “Ni yo te condeno; vete, y no peques más”, le respondió Jesús. ¡La mujer se fue libre, sin condenación, con la fuerza del perdón de Jesús!
El verdadero motivo para dejar el pecado, como lo es para nosotros en cada momento de nuestra vida, será el recuerdo del amor del Señor Jesús. “Vete, y no peques más”. La maravillosa gracia de Dios no permite que nuestro pecado lo detenga. Jesús llevó todo el peso de él en la cruz.
Si aún te sientes distante de él, debes saber que Él te ama. ¡No te condenes a ti mismo, pues Jesús no te condenó!: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más”.