En 1976, uno de los misioneros de la iglesia local vino a verme y me dijo: Tengo aquí a seis jóvenes de tu pueblo. Son todos musulmanes y quieren saber qué tienen que hacer para ser salvos. Tú entiendes a los musulmanes, así que ve y habla con estos jóvenes e intenta averiguar si van en serio o no.
Así que pasé dos o tres horas con ellos y me di cuenta de que conocían a Jesús. Habían recibido algunos libros cristianos, los habían leído y luego habían creído en Jesucristo.
Hasta entonces, mi experiencia en la iglesia, como creyente de origen musulmán, no había sido muy positiva. Los cristianos querían que los musulmanes se acercaran a la fe, pero persistía cierta incomodidad.
Así que les dije a estos jóvenes musulmanes: «Puedo ver que Jesús está en vuestros corazones. Id a casa, pero no os llaméis cristianos. Vuestros padres lo sabrán muy pronto cuando vean cómo ha cambiado vuestra vida. Cuando empiecen a haceros preguntas, habladles de Jesús».
Cuando se fueron, le conté al misionero lo que había pasado. Se enfadó mucho porque pensó que había perdido mi oportunidad, pero un mes más tarde, uno de esos seis musulmanes regresó, acompañado de 15 sabios de su comunidad. Me dijo: «Estos hombres también quieren ser discípulos de Jesús». Al mes siguiente, volvieron con 16 nuevas personas. Y durante los ocho años siguientes, cientos de ellos vinieron a estudiar la Biblia conmigo.