Una de las palabras más utilizadas de nuestra época es liberación: liberación de las costumbres, de los tabúes, liberación femenina… De hecho, esa liberación que cada uno reivindica a menudo es ilusión. Cuando alguien cree haberse librado de una traba a su libertad, a menudo descubre que está inmerso en otras esclavitudes, quizá más sutiles, pero igualmente avasallantes.
En efecto, el ser humano está ligado con cadenas que lo hacen cautivo de su concupiscencia, de sus inclinaciones o de sus aversiones. Son cadenas que hacen de él el juguete de su ambición o reputación, y que también pueden ser degradantes, sórdidas y envilecedoras.
¿De quién es cautivo pues el hombre? De sí mismo, por cierto, pero aún más de Satanás, quien lo manipula.
¿Quién puede librarle de esas cadenas? Solo Jesús puede librar a alguien de sus pasiones, trátese de la droga, del alcohol o de todos los desórdenes ligados a la sexualidad. El secreto de tal transformación no es un mejoramiento o una corrección de la naturaleza humana. Es un cambio interior, un nuevo nacimiento espiritual. Hace del creyente a alguien que por su encuentro con Jesucristo halla nuevas razones para vivir y obrar fuera de sí mismo.
“Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos. Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu” (Gálatas 5:24-25).