Nos encontramos en la cruz donde murió Jesús: yo llevé mis pecados conmigo, y Dios, que es justo y santo, estaba allí para castigarlos. Jesús se acercó a mí y cargó con mis pecados. Luego se acercó a Dios y sufrió el castigo que yo merecía. ¡Fue condenado en mi lugar, y por su muerte soy salvo! La cruz me reconcilia con Dios.
La cruz también se interpone entre el cristiano y el mundo que rechaza a Dios. Cerca de Jesús puedo aceptar el desprecio de ese mundo. El mundo que parece tan atractivo, lo veo tal como se mostró cuando crucificó al Señor. Su lenguaje no ha cambiado: “No queremos que éste reine sobre nosotros” (Lucas 19:14). “¡Fuera, fuera, crucifícale!” (Juan 19:15). Sigue siendo lo que siempre ha sido, es decir, un enemigo de Dios. Si espero que el mundo me apruebe, no he comprendido realmente el sentido de mi vida cristiana.
Así que la cruz de Jesús tiene este doble efecto: me reconcilia con Dios y me separa de un mundo que quiere prescindir de él.
“Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6:14).
“La palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios” (1 Corintios 1:18).
“El mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:17).