Job es un hombre excepcional, como Dios mismo dice: “No hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal” (Job 1:8).
Pero le sobrevinieron terribles pruebas. En un solo día perdió a sus diez hijos y todas sus posesiones. Sin embargo, Job no se rebeló y se mantuvo firme en su fe en Dios.
Su salud se vio afectada. Job tenía una úlcera de la cabeza a los pies; estaba desolado pero lo aceptó. Tres amigos lo visitaron y en vez de consolarlo lo desesperaron, sugiriéndole que sus pruebas se debían a pecados ocultos.
En el transcurso de un largo debate con sus amigos, con Dios y consigo mismo, Job intentó desesperadamente justificarse. En su dolor y confusión, acabó pensando que Dios era injusto, pero también se dio cuenta de la inmensa distancia que había entre Dios y el hombre, y no sabía cómo contarle a Dios su sufrimiento. Quiso comprender cómo había ofendido a Dios y sintió que no podía comprender la inmensidad de la santidad de Dios. Perplejo, se preguntó: “¿Cómo, pues, se justificará el hombre para con Dios?” (Job 25:4).
Llegó a desear tener a un mediador, a alguien que pudiese mediar entre el Dios del cielo, santo y puro, y un hombre mortal, desesperado y al límite de sus fuerzas como él.
Eliú, un personaje misterioso, aparece al final del libro. Era el árbitro que Job había anhelado. Esto fue lo que le dijo: “Si tuviese… algún elocuente mediador… que anuncie al hombre… que halló redención” (Job 33:23-24).