Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Le puso barro en los ojos y le dijo: “Ve a lavarte en el estanque de Siloé”. Así lo hizo, ¡y volvió curado!
Extrañamente, nadie parecía alegrarse de su curación, aunque fuese una señal de la intervención divina: los padres del hombre curado temían a los fariseos, los vecinos se sorprendieron y los líderes religiosos intentaron obligarle a decir que Jesús era un pecador. Pero el ciego curado, solo contra todos, se mantuvo firme y progresó en su fe. Al principio habló de un hombre llamado Jesús, luego de un profeta, después de un hombre de Dios. ¡Pero de una cosa estaba seguro: había sido ciego y ahora veía! Finalmente, el Señor se reveló a él haciéndole la pregunta:
–“¿Crees en el Hijo de Dios?”
–“¿Quién es, Señor, para que crea en él?”, preguntó el ciego curado.
–“Pues le has visto, y el que habla contigo, él es, le dijo Jesús”. Y el hombre que había sido ciego tuvo esta hermosa respuesta:
–“Creo, Señor, y adoró a Jesús”.
Y tú, ¿crees en el Hijo de Dios? ¡Es una pregunta vital que debemos responder ante Dios! Así nuestra fe debe ser puesta a prueba por los adversarios, purificada por la prueba y fortalecida por el testimonio que demos. Confiemos totalmente en Jesús, nuestro Señor y Salvador: ¡Creo, Señor! ¡Abramos nuestros corazones para creer en él y entonces lo veremos con los ojos de la fe!