María Magdalena estaba de pie junto a la tumba, igual que había estado junto a la cruz. Estaba sola, llorando. Abrumada por la tristeza, no reaccionaba ante la visión de los ángeles que vigilaban el lugar donde había yacido el cuerpo de Jesús. Esta presencia celestial no tuvo ningún impacto en ella. Ella les respondió como hubiera respondido a la gente común. No escuchó su pregunta como una llamada a salir de su dolor. María, profundamente unida a su Señor, quería saber dónde había sido depositado su cuerpo, pero estaba atrapada en su dolor.
Jesús resucitado se acercó, pero ella no supo que era él. “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el hortelano, le dijo: Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré. Jesús le dijo: ¡María! Volviéndose ella, le dijo: ¡Raboni! (que quiere decir, Maestro)”. Jesús le hizo la misma pregunta que los ángeles: ¿Por qué lloras?, pero añadió: ¿A quién buscas? y la llamó por su nombre.
Del mismo modo, Jesús se revela a quienes le aman y le buscan de todo corazón. María lo buscó en vano entre los muertos, pero Jesús le hizo oír la voz del buen Pastor que conoce a sus ovejas y las llama por su nombre. Al instante reconoció la voz del que la había curado, al que había seguido, servido y que más tarde vio crucificado… ¿Estaba allí su Señor vivo, resucitado? Su fe experimentó la máxima alegría, y esta alegría es la que el Señor prometió a los discípulos: “Vuestra tristeza se convertirá en gozo” (Juan 16:20).