En su desesperación, Job percibió la inmensa distancia que le separaba de Dios. Anheló un intermediario, “árbitro que ponga su mano sobre nosotros dos” (Job 9:33).
Para «poner su mano» sobre Dios, este árbitro debía ser igual a Dios; puro como Dios es puro, santo como Dios es santo, grande como Dios es grande. Pero también debía descender lo suficiente como para poner su mano sobre el hombre y representarlo ante Dios. Por tanto, debía ser como uno de nosotros, pero sin pecado, para poder acercarse al Dios santo. ¡Por lo tanto, el árbitro tan deseado debía de ser Dios y hombre a la vez!
Lo que Job buscaba, Dios nos lo dio cuando nos envió a su propio Hijo, “Jesucristo hombre”, “Dios fue manifestado en carne” (1 Timoteo 2:5; 3:16). Los evangelios nos revelan su maravillosa persona, en su humanidad y divinidad:
– Entró en el mundo al nacer de una mujer. Vivió en él, tentado en todo como nosotros, salvo en el pecado. Por tanto, su humanidad lo capacita para representarnos ante Dios (Hebreos 2:17; 4:15).
– También es Dios manifestado en carne, es decir, Dios hecho visible entre nosotros. Sus palabras y milagros demuestran su divinidad y nos da a conocer el amor de Dios. Por tanto, su divinidad lo capacita para representar a Dios ante los hombres.
Jesús murió y resucitó y está en el cielo a la derecha de Dios. Así que ahora tenemos ante Dios el árbitro que necesitábamos. ¡Jesús es la única forma que tenemos de acercarnos a Dios!