Cuando recibimos por primera vez el conocimiento de la vida en Cristo, quedamos completamente absortos en él. Con gozo reconocemos que todas las demás cosas son como “basura” (Fil. 3:8). Sin embargo, cuando llega la decadencia espiritual, permitimos que las antiguas motivaciones vuelvan a ejercer influencia sobre nosotros. Nos volvemos menos absortos en Cristo, y aquellas cosas que antes no tenían poder sobre nosotros comienzan a convertirse en nuevos impulsos y motivaciones.
La decadencia en el creyente no siempre se manifiesta en un pecado notorio. Más bien, ocurre cuando el sentido de la gracia mengua y, en consecuencia, decaemos en nuestra práctica. A menudo, cuando notamos decadencia en alguien, intentamos corregir su conducta externa: sus obras y su vida práctica. Pensamos que si antes se predicó la plena gracia y ahora hay declive, ahora necesitamos enfatizar en la práctica. Sin embargo, lo que verdaderamente debe proclamarse es la gracia, la misma gracia del principio, pues solo ella puede restaurar el alma. Cuando el sentido de la gracia se debilita, la conciencia puede volverse extraordinariamente activa, rechazando la enseñanza de la gracia y llevándonos al legalismo. No obstante, cuando la conciencia es despertada por la gracia misma, no hay lugar para el legalismo, sino que se produce un andar santo en cada aspecto de la vida.
Podemos caer en dos errores: insistir en los frutos porque no los vemos, o, por otro lado, ignorar cuando ciertas cosas vuelven a influenciarnos, bajo la idea de que lo que antes aprobábamos era simplemente legalismo. Cristo es el gran motivo de todas las cosas, y la solución está en profundizar en el conocimiento de nuestra resurrección con él. En este conocimiento hay verdad, libertad y restauración.