Hay una belleza sublime en cómo nuestro bendito Señor se eleva, sin esfuerzo alguno, del descanso de su perfecta humanidad hacia la actividad de su Deidad. Como hombre, exhausto de su labor, dormía sobre un cabezal; como Dios, se incorpora y, con su voz omnipotente, silencia el viento furioso y apacigua el mar.
Tal era Jesús –verdadero Dios y verdadero hombre–, y tal es hoy: siempre dispuesto a responder a las necesidades de los suyos, a acallar sus ansiedades y alejar sus temores. ¡Cuánto necesitamos confiar más en él! No imaginamos cuánto perdemos al no apoyarnos más en los brazos de Jesús cada día. Nos aterramos con demasiada facilidad: cada ráfaga de viento, cada ola, cada nube nos agita y deprime. En vez de permanecer tranquilos y en reposo junto a nuestro Señor, nos dejamos sobrecoger por el terror y la perplejidad. En lugar de usar la tempestad como una ocasión para confiar en él, la convertimos en motivo de duda. Ante la menor dificultad, pensamos que sucumbiremos, aunque él nos asegura que los cabellos de nuestra cabeza “están todos contados”. Bien podría decirnos, como a sus discípulos: “¿Por qué estáis así amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe?” (v. 40).
Parecería, en efecto, que por momentos nos falta fe. Pero ¡oh, cuán tierno es su amor! Él permanece siempre cerca para socorrernos y protegernos, aun cuando nuestros corazones incrédulos se inclinen a dudar de su Palabra. No nos trata según nuestros pobres pensamientos acerca de él, sino conforme a su perfecto amor hacia nosotros. En este amor, nuestras almas encuentran consuelo y apoyo mientras atravesamos el agitado mar de la vida hacia nuestro reposo eterno. Cristo está en la barca. ¡Que esto nos sea siempre suficiente!