Lamentablemente, en los tiempos antiguos de Israel, algunas personas se veían forzadas por la pobreza extrema a venderse como esclavos a otros israelitas. Moralmente hablando, esto nunca debería ocurrirle a un hijo de Dios.
En términos generales, en 1 Corintios 7:21-22 encontramos que, si alguien era esclavo y había sido llamado por el Señor, debía aprovechar cualquier oportunidad de libertad que se le presentara. Sin embargo, si esto no era posible, no debía angustiarse. A esto Pablo añadió: “Por precio fuisteis comprados; no os hagáis esclavos de los hombres” (1 Co. 7:23). Esto debe entenderse tanto en un sentido literal como figurado.
Ahora somos “siervos de Cristo”, y gozamos de la “libertad con que Cristo nos hizo libres”, para que podamos “vivir para Dios” (Gá. 5:1; 2:19). No debemos someternos a ninguna atadura que nos impida servir libremente a Cristo y al “Dios vivo y verdadero” (1 Ts. 1:9).
¿Me he comprometido con mis palabras? “Haz esto ahora, hijo mío, y líbrate, ya que has caído en la mano de tu prójimo; ve, humíllate, y asegúrate de tu amigo” (Pr. 6:3). ¿Me he endeudado financieramente por las cosas de este mundo? ¿Me he sobrecargado de trabajo? ¿Me he vinculado a una relación o sociedad que me impide dar un buen testimonio cristiano? Muchas cosas que parecen normales en nuestros días pueden convertirnos en esclavos de algo o de alguien.
“Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados… Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna” (Ro. 6:17, 22).
¡Oh, que seamos conocidos por ser esclavos de Cristo!