La palabra griega utilizada para “fruto” es karpós, y se refiere al fruto de las vides o de los árboles. En el Antiguo Testamento, “fruto” también puede hacer referencia a los hijos nacidos en una familia. En el caso del cristiano, dar fruto significa, específicamente, producir algo que refleje los atributos del árbol o la planta de la que procede. Por ejemplo, una vid produce uvas; su fruto es de la misma naturaleza y calidad que la planta de origen. En Juan 15, queda claro que el Señor Jesús espera que sus discípulos den fruto, lo que implica que nuestras vidas deben traer gloria tanto a él como al Padre.
Al leer el Nuevo Testamento, encontramos distintos tipos de fruto que debemos producir. El Espíritu Santo busca desarrollar en cada uno de nosotros un carácter semejante al de Cristo: “Amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio” (Gá. 5:22-23 NBLA).
En Romanos 6:21-22, Pablo pregunta: “¿Qué fruto teníais de aquellas cosas de las cuales ahora os avergonzáis… Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna”. Además, en Romanos 15:26-28 y Filipenses 4:15-18, Pablo menciona otro tipo de fruto: el de dar y suplir las necesidades de los demás.
El Labrador desea fruto en cada vida, y este puede manifestarse de diversas maneras. Nuestro anhelo debería ser glorificarlo en todas las áreas de nuestra vida, dando fruto, más fruto y mucho fruto. ¡Aquello que verdaderamente se hace para su gloria es el fruto que permanece!