Nabucodonosor, el poderoso y soberbio rey de Babilonia, tenía una lección de humildad que aprender, que también es una enseñanza valiosa para todos nosotros. Dios le había revelado sus planes para los siglos venideros y le había mostrado su poder al librar a sus siervos fieles del horno ardiente. ¿Qué más necesitaba este próspero monarca?
Una vez más, Dios le habló a través de un sueño que sus sabios fueron incapaces de interpretar. Incluso Daniel vaciló y expresó su deseo de que el sueño y su interpretación recayeran sobre los enemigos del rey.
Un año después, mientras Nabucodonosor se jactaba orgullosamente de haber construido la gran Babilonia para su propia gloria, Dios le habló desde el cielo. Le arrebató su reino y su cordura, y quedó reducido a vivir como una bestia. Pasado el tiempo, alzó su mirada al cielo. Al recuperar su entendimiento, bendijo y alabó a Dios, reconociendo que su grandeza sobrepasaba la de cualquier hombre. Tras ser restaurado en su reino, escribió esta carta en Daniel 4 para proclamar públicamente quién es Dios y lo que había hecho en su vida.
Dios le recordó a Nabucodonosor la grandeza que le había concedido, comparándolo con un majestuoso árbol del que dependían las aves y las bestias. Sin embargo, ese árbol sería cortado. Durante siete años, el rey viviría como una bestia –privado del entendimiento y sin la capacidad de adorar a Dios– hasta que aprendiera que “el Altísimo gobierna el reino de los hombres, y que a quien él quiere lo da”.
¡Oh, que cada político, y cada uno de nosotros, tomemos esta lección a pecho!