Todos los nombres, títulos, atributos y relaciones de Cristo son dulcísimos al paladar de la esposa. Su nombre expresa quién es él: su naturaleza, su excelencia y su gracia. Ella se queda sin palabras para describir la grandeza de su bondad y, por ello, exclama: “Tu nombre es como ungüento derramado”. Este perfume no solo es percibido por ella, sino que aquellos que la rodean también participan de su abundancia. Las doncellas que la acompañan son atraídas y refrescadas por la dulzura de su nombre. ¡Qué pensamiento tan dichoso! No es un ungüento sellado, sino derramado. ¡Oh, qué comunión tan rica hay en el amor de Jesús!
Detente un momento, alma mía, y medita en la plenitud del nombre de Jesús: “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Col. 2:9). ¡Qué centro y qué manantial es él! Ahora, por el poder vivificador del Espíritu Santo, quien mora en nosotros, la Iglesia de Dios se congrega en torno a su Nombre como su único centro. Pues escrito está: “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt. 18:20).
Sin embargo, pronto los cielos y la tierra serán reunidos bajo su poder y gloria. La Jerusalén terrenal y las ciudades de Judá, junto con todas las naciones circundantes; la Jerusalén celestial y la innumerable compañía de ángeles; la asamblea general y la Iglesia de los primogénitos inscritos en los cielos (véase He. 12:23), todos serán atraídos y unidos por aquel Nombre tan único, bendito y unificador. El Padre ha determinado esta maravillosa gloria para su Hijo: “Su beneplácito… reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos” (Ef. 1:10). Entonces, la fragancia de su Nombre se esparcirá por todo lugar.