Durante el maremoto que asoló el sudeste asiático el 26 de diciembre de 2004, una adolescente estaba de pie al borde del océano. Cuando vio que las aguas se alejaban repentinamente de la playa, recordó lo que había aprendido en la escuela sobre los tsunamis. Interpretó correctamente la señal y dio la voz de alarma. Al hacerlo, salvó docenas de personas del «oleaje de muerte». Los que la escucharon, a pesar de su corta edad y de la aparente calma del océano, pudieron escapar a tiempo. Lo importante era creer, tomar en serio la advertencia y huir lo más pronto posible. Cada segundo contaba.
La Biblia nos dice: “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo”. ¿Salvo de qué? De la muerte eterna, es decir, de la separación eterna del Dios de amor. Así como fue necesario creer en la advertencia de esa joven para escapar del tsunami, es urgente creer en la muerte y resurrección de Jesucristo para ser salvos de la muerte eterna, creer que la muerte no tendrá la última palabra. La resurrección de Jesús es como un «oleaje de vida» que nos saca de nuestras ilusiones y torpezas, de nuestro adormecimiento e incredulidad. Rechacemos todo lo que nos ensordece ante la palabra de Cristo, y levantémonos para proclamar su poderoso mensaje: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá… ¿Crees esto?” (Juan 11:25-26).