–Le ofrecemos la vida eterna. ¿Firmará?
–Prefiero morir, exclama un filósofo.
–No, la vida es frágil y tiene un precio, responde otro.
–Sí, pero sin la enfermedad y la miseria, añade un tercero.
Quizás usted vea la vida eterna como una vida que continúa indefinidamente en la tierra. Muchos científicos intentan encontrar la solución milagrosa para aumentar la longevidad humana.
Dios nos ofrece algo muy distinto: una vida en comunión con él, ahora y para siempre. El hombre fue creado para vivir feliz en el paraíso terrenal. Tenía comunión con Dios, pero por desgracia comió del fruto prohibido, y por esta desobediencia la muerte entró en el mundo. Entonces Dios lo expulsó del huerto del Edén, a fin de “que no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre” (Génesis 3:22).
Pero Dios había preparado un plan de salvación en Jesucristo. Jesús dijo a su Padre: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3). Para conocer a Dios es necesario que nuestros pecados sean perdonados: si creemos que Jesús murió en la cruz por nosotros, obtenemos el perdón, por gracia, y una vida nueva. “El que cree en mí, tiene vida eterna”. El creyente ya la tiene: es su vida en la tierra, en comunión con el Padre. Alcanzará su pleno desarrollo en la casa del Padre con Jesús.
“Este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida” (1 Juan 5:11-12).