Agur pidió a Dios: “No me des pobreza ni riquezas; mantenme del pan necesario” (Proverbios 30:8).
Nosotros también podemos pedir a Dios que nos guarde de los extremos. Aunque el apóstol Pablo había aprendido a contentarse cualquiera que fueran sus circunstancias, podía decir: “Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia” (Filipenses 4:12).
Hay peligros tanto en ser pobre como en ser rico. La riqueza puede hacernos orgullosos y despreciar a los demás. “A los ricos de este siglo manda que no sean altivos, ni pongan la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos” (1 Timoteo 6:17).
La pobreza puede causarnos amargura, e incluso llevarnos a cometer actos reprobables. Agur era consciente de ello cuando dijo: No sea “que siendo pobre, hurte, y blasfeme el nombre de mi Dios” (Proverbios 30:9).
El Señor Jesús, dueño de todo, vivió en la pobreza para enriquecernos. Podemos contemplar su vida e imitarle. Él nos muestra que las cosas terrenales y materiales tienen poco valor y están destinadas a desaparecer. Los verdaderos bienes son espirituales, están en el cielo. La fe nos enriquece con las verdaderas riquezas, y el creyente puede apreciarlas desde ahora.