“Oh Dios, harás morir al impío; apartaos, pues, de mí, hombres sanguinarios. Porque blasfemias dicen ellos contra ti; tus enemigos toman en vano tu nombre. ¿No odio, oh Señor, a los que te aborrecen, y me enardezco contra tus enemigos? Los aborrezco por completo; los tengo por enemigos. Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos. Y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Salmo 139:19-24).
David deseaba que el juicio divino cayera sobre sus enemigos violentos e impíos. Tales peticiones, dictadas por la indignación ante el mal, serán retomadas en las oraciones de los mártires de un periodo aún futuro (Apocalipsis 6:10). Hoy en día, Jesús pide a los cristianos amar a sus enemigos y orar por los que los ultrajan (Mateo 5:44). El cristiano no quiere que el pecador muera, sino que se convierta a Cristo para que reciba el perdón y la vida eterna.
Al principio del salmo David comprendió, con temor, que el Señor examinaba su interior. Luego quiso que el Señor examinara sus pensamientos, sus actos, sus palabras, pero también su corazón (donde se origina todo), para que lo guardara de todo pecado.
¿Cómo poner en práctica estos versículos? Puedo decir al Señor: «No puedo guardarme del mal por mí mismo. No puedo discernir lo que podría llevarme a hacer el mal. Ilumíname. Enséñame a amarte y a hacer lo que te agrada».