– Ana, mujer de Elcana, siervo de Dios, no tenía hijos, y su tristeza era inmensa (1 Samuel 1:1-18). En su entorno escuchaba comentarios desagradables, y su marido, aunque la amaba mucho, no se daba cuenta de su sufrimiento. Ana se sentía incomprendida y a menudo lloraba. Un día, mientras acompañaba a su marido al templo, estaba tan triste que no comió. Su marido lo notó y trató de consolarla torpemente. El corazón de Ana estaba más cargado que nunca. Entonces entró en el templo y empezó a orar. Contó a Dios toda su tristeza y lloró mucho. Cuando salió del templo, su rostro había cambiado de expresión. Sabía que había sido escuchada, comprendida, y que Dios había respondido. Meses más tarde nació Samuel…
– El rey Ezequías estaba enfermo y el profeta le dijo que iba a morir (2 Reyes 20:1-7). Entonces volvió su rostro hacia la pared y, al igual que Ana, oró y lloró mucho. La respuesta no tardó en llegar. Dios le dijo: “Yo he oído tu oración, y he visto tus lágrimas; he aquí que yo te sano” (2 Reyes 20:5).
– Muchos creyentes han experimentado lo mismo que Ana y Ezequías: oraciones, lágrimas, y un Dios que consuela y responde.
Amigo creyente, Dios no es indiferente a tus lágrimas, a tu tristeza. Si tienes un peso en el corazón, o nadie te entiende, no temas orar ante el Dios de toda consolación (2 Corintios 1:3-4).
2 Crónicas 21 – 1 Corintios 12 – Salmo 103:19-22 – Proverbios 22:22-23