En época de elecciones, cada candidato trata de darse a conocer, de conseguir seguidores, de convencer mediante promesas seductoras…
Cuando Jesús vino a la tierra, él era el Mesías prometido, el rey de los judíos. Podría haber hecho valer sus títulos, emplear sus milagros para ganarse el favor de las multitudes, pero no fue así, todo lo contrario: vivió en una profunda humildad (Mateo 11:29). Cuando había incredulidad en los corazones, no hacía muchos milagros (Mateo 13:58). Pero las multitudes lo siguieron porque su amor y su compasión las atraían. Jesús siempre decía claramente la verdad, sin disimularla para agradar a sus oyentes. Sus actos y sus palabras eran coherentes con las Sagradas Escrituras, y todos lo sabían.
Jesús no buscó la popularidad. Cuando sus hermanos lo incitaron a mostrarse al mundo (Juan 7:4), yendo a Jerusalén a la fiesta para que admirasen sus milagros, él se quedó donde estaba. Cuando sus discípulos le informaron que todo el mundo lo estaba buscando, simplemente dijo: “Vamos a los lugares vecinos” (Marcos 1:38). Y cuando quisieron hacerle rey, se fue solo al monte a orar, pues todavía no había llegado el momento de Dios para que reinase (Juan 6:15). Dios halló su complacencia en este hombre sencillo y fiel, cuyo gozo era hacer la voluntad divina (Mateo 17:5).
Estos mismos caracteres deberían brillar en la vida de cada creyente animado por la vida de Cristo.
Ezequiel 46 – Marcos 1:1-20 – Salmo 48:1-8 – Proverbios 14:11-12