Jesús se encontró con un hombre ciego de nacimiento. Después de haberle puesto lodo en sus ojos como pomada, lo envió a lavarse en el estanque de Siloé, que significa Enviado. El hombre obedeció, se lavó y regresó viendo. Él nunca había visto, pero pudo dar este testimonio: “Habiendo yo sido ciego, ahora veo” (v. 25).
Antes de sanarlo, Jesús afirmó: “Luz soy del mundo” (v. 5). Este ciego no podía ver a Jesús, pero al lavarse en el Siloé, sus ojos se abrieron, no porque hubiese visto a Jesús, sino porque escuchó y creyó.
El testimonio que dio de Jesús se volvió cada vez más claro. Primero habló de un hombre llamado Jesús, después habló de un profeta, luego de un hombre de Dios. Después Jesús vino a su encuentro y le dijo: “¿Crees tú en el Hijo de Dios? … Le has visto, y el que habla contigo, él es”. “Creo, Señor”, fue su respuesta. Tal es la luz que crece en un corazón hasta que el día sea perfecto (Proverbios 4:18). Este hombre supo que Jesús era el Hijo de Dios.
Este ciego de nacimiento nos representa a todos. Desde nuestro nacimiento somos moralmente ciegos, incapaces de discernir a Jesús, “la luz del mundo”. Los ojos de nuestro corazón deben ser abiertos para poder verlo (Efesios 1:18). La Palabra de Dios (las aguas de Siloé) nos hace descubrir a Jesús, el Enviado de Dios. Gracias a ella, nuestros ojos se abren a la “luz de la vida”; creemos que Jesús es el Salvador, el Hijo de Dios, y proclamamos con gozo: “… habiendo yo sido ciego, ahora veo” (v. 25).
Ezequiel 33:21-34:10 – 1 Tesalonicenses 5 – Salmo 41:7-13 – Proverbios 13:9-10