La única hija de Jairo estaba gravemente enferma, y Jesús –que acababa de regresar de Gadara– era su última esperanza. Las posibilidades de que llegara a tiempo eran escasas, y Jairo –que era el oficial de la sinagoga–, acostumbrado quizá a dar órdenes, no tuvo más recurso que postrarse a los pies del Señor y suplicarle que lo ayudara. Se trataba de un asunto de extrema urgencia, pero la multitud que rodeaba a Jesús avanzaba lentamente por las estrechas calles.
Entonces, ¡alto! Una mujer con una enfermedad crónica reclamó su atención, y Él dedicó valiosos momentos a hablar con ella. Podemos imaginar a Jairo esperando ansiosamente, cuando recibió la temida noticia: “Tu hija ha muerto” (v. 49).
La muerte de una persona joven siempre es algo desgarrador. Y para un judío de aquel tiempo, no existía el consuelo de la esperanza cristiana que nosotros tenemos en la actualidad (véase 1 Ts. 4:13). Antes de que el Salvador muriera por nosotros, resucitara y volviera al cielo, no se podía hablar de alguien que ha partido como “presentes al Señor”, “con Cristo”, o «dormidos en Jesús» (véase 2 Co. 5:8; Fil. 1:23; 1 Ts. 4:14).
A los doce años, la hija de Jairo ya había alcanzado la edad de responsabilidad, aunque seguía siendo solo una niña. Su padre deseaba legítimamente que ella tuviese una larga vida en la tierra, pero esa esperanza se desvaneció repentinamente. La grandeza de su amor como padre solo se igualaba con su completa incapacidad para ayudarla.
Las penas de esta vida son muchas, y algunas pueden ser muy profundas. Pero los creyentes tenemos un Señor que las ha atravesado. Él nunca sanó una enfermedad sin sentirla también en su espíritu (véase Mt. 8:17). Él es poderoso para socorrernos, compadecerse y salvarnos en todas nuestras circunstancias (véase He. 2:18; 4:15; 7:25). Él dice: “No temas; cree solamente”, aunque a veces –como Jairo– tengamos que tocar fondo antes de aprender a hacerlo.