El corazón que ha encontrado a Dios anhela morar con él. Fue ese deseo el que impulsó a los discípulos, en el monte de la transfiguración, a pedir que se levantaran tres tabernáculos. Era un pensamiento propio del judaísmo, ciertamente, pero detrás de ello había una verdad más profunda: no podían soportar la idea de que el Señor Jesús se marchara. Querían que se quedara con ellos. Él, sin embargo, no pudo quedarse; pero les dejó palabras de consuelo: “No se turbe vuestro corazón… En la casa de mi Padre muchas moradas hay… voy, pues, a preparar lugar para vosotros” (Jn. 14:1-2).
En esto se revela, de manera gloriosa, algo nuevo y asombroso: que el hombre será llevado a morar con Dios en su propia casa. El Señor Jesús no pudo permanecer con sus amados discípulos en la tierra, porque este mundo está contaminado; pero tendrá a los suyos morando con él, en un lugar de santidad, plenamente adecuado a la gloria y a la pureza de Dios. “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo” (Jn. 17:24).
Este deseo de una morada para Dios también brotó en el corazón de Moisés. Al relatar los hechos poderosos y la gracia redentora del Señor, la fe expresa este pensamiento plenamente: “Condujiste en tu misericordia a este pueblo que redimiste; lo llevaste con tu poder a tu santa morada” (Éx. 15:13).
El cántico de redención no solo celebra la liberación, sino también el destino: una morada con Dios. Y, más adelante, se nos da la promesa clara de esta gloriosa «novedad»: “Tú los introducirás y los plantarás en el monte de tu heredad, en el lugar de tu morada, que tú has preparado, oh Jehová” (Éx. 15:17). Esto es lo que él haría con ellos: No solo les daría descanso en el desierto, sino la plena realización del propósito de Dios: llevar a su pueblo a su santuario, el lugar que él mismo ha preparado. ¡Qué elevado pensamiento! ¡El hombre morando con Dios! ¡A Él sea toda la gloria!