El Señor está cerca: Domingo 1 Noviembre
Domingo
1
Noviembre
De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.
Lucas 23:43
El malhechor en la cruz nos señala el camino al cielo

Contemplamos cómo resplandece la gracia en la salvación del malhechor en la cruz. Él no tenía buenas obras en las que confiar ni había realizado actos de caridad. Jamás había conocido el bautismo ni la Cena del Señor. En definitiva, su situación parecía irremediablemente perdida. ¿Qué opciones tenía? ¿Hacia dónde podía volverse? Sus manos y pies estaban clavados a la cruz de un malhechor, haciendo fútil cualquier mandato de acción o movimiento. Sus manos, que antes usaba para la violencia, ahora estaban inmóviles en el madero. Sus pies, que lo habían llevado por el camino del transgresor, ya no podían conducirlo a ningún lugar.

Sin embargo, observemos algo crucial: aunque el pobre malhechor ya no podía valerse de sus manos ni pies –tan esenciales en una religión de obras–, su corazón y su lengua permanecían libres. Y son precisamente estos los que actúan en una religión de fe, como leemos en el capítulo 10 de Romanos: “Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (Ro. 10:10).

¡Qué preciosas palabras! ¡Cuán apropiadas para el malhechor en la cruz! ¡Y cuán oportunas para todo pecador perdido, deshecho y sin esperanza! Porque todos debemos ser salvos de la misma manera que el malhechor en la cruz.

No existen dos caminos al cielo –uno para religiosos, moralistas y fariseos, y otro para el malhechor. Existe un único camino. Este sendero parte desde el mismo trono de Dios hasta donde yace el pecador culpable, muerto en delitos y pecados, marcado por las huellas del amor redentor; y de ahí retorna al trono, por la preciosa sangre expiatoria de Cristo. Este es el camino al cielo: un camino “recamado de amor” (Cnt. 3:10), rociado con sangre, y transitado por una dichosa y santa compañía de adoradores redimidos, reunidos de todos los términos de la tierra, para entonar el himno celestial: «¡Digno es el Cordero que ha sido inmolado!» (véase Ap. 5:12).

C. H. Mackintosh