En este salmo, el salmista describe tres relaciones.
La primera es su relación con Dios: se llama a sí mismo “tu siervo”. Era siervo de Dios, alguien dispuesto a hacer la voluntad de su Señor. Por eso podía decir: “Haz bien a tu siervo; que viva, y guarde tu palabra”. Su anhelo era obedecer a Dios y seguirlo fielmente como siervo. También nosotros, tanto hermanos como hermanas, somos siervos del Señor Jesús. Esta es nuestra relación con él: somos llamados a servirlo con fidelidad en esta tierra.
En segundo lugar, el salmista describe su relación con el mundo que lo rodea: no se siente en casa, sino como un forastero. ¿Hasta qué punto nosotros también nos sentimos extranjeros en este mundo? ¿O acaso nos sentimos cómodos? Él clamaba: “No encubras de mí tus mandamientos”. No se dejaba guiar por la manera de pensar del mundo, sino por la Palabra de Dios, pues era un forastero en la tierra. Cuanto más estudiemos las Escrituras, más conscientes seremos de que somos extranjeros y peregrinos aquí, y que nuestra fuente de gozo y bendición está en otro lugar.
Por último, aunque es siervo del Señor y extranjero en el mundo, el salmista también reconoce su relación con el pueblo de Dios: es compañero de todos los que temen al Señor y aman su Palabra. Tiene comunión con ellos, y una relación con los tales. Nosotros también, aunque seamos extranjeros en este mundo, podemos disfrutar de la compañía y comunión de quienes viven según los mismos principios. Al igual que nosotros, ellos son extranjeros y siervos del Señor. Por lo tanto, son nuestros compañeros.