La fe puede debilitarse cuando nos enfocamos más en nuestro compromiso personal que en el propósito de Dios. Abraham no cayó en esta trampa. Él dejó lo familiar por lo desconocido, y recibió muchas bendiciones.
Vivir por fe es siempre la respuesta correcta cuando Dios nos llama a avanzar. Ese llamado puede llegar en cualquier etapa de la vida y en toda circunstancia. Abraham tenía 75 años cuando emprendió su viaje (v. 4). David era un joven pastor cuando fue ungido para ser rey (véase 1 S. 16:11-13). Pablo se encontró con el Señor cuando iba rumbo a Damasco para arrestar a creyentes judíos; tras su conversión, fue enviado a los gentiles como ministro del Evangelio (véase Hch. 9:1-6; 22:21). Tal vez nuestra propia experiencia no sea tan dramática, pero todo llamado implicará caminar por fe.
Seguir a Dios no excluye las pruebas. Como nosotros, Abraham tuvo aciertos y fracasos. Respondió con fe al llamado inicial de dejar su tierra, y como resultado recibió una promesa de bendición para él y sus descendientes. Pero cuando llegó el hambre, su reacción fue distinta: descendió a Egipto, ocultó la verdad sobre su matrimonio con Sara, y esto trajo juicio sobre el Faraón (véase Gn. 12:10-20). Nuestra respuesta a los mandatos de Dios realmente importa. Por medio de nuestras acciones, podemos traer bendición… o aflicción.
Obedecer al Señor puede ser incómodo. Quienes nos rodean podrían cuestionar nuestras decisiones o no comprender nuestras motivaciones. Incluso nuestro propio corazón puede resistirse a lo que Dios nos pide. Pero la fe persevera. Nos sostiene para seguir en obediencia, y nos permite experimentar las bendiciones reservadas para quienes caminan en comunión con Cristo.