Pedro era un hombre de temperamento apasionado, emocional, enérgico e impulsivo. Esta no era una debilidad en sí misma, sino parte de su constitución natural, de la personalidad con la que había nacido. Sin embargo, hubo momentos en los que su carácter, sin la dirección del Espíritu Santo ni la influencia de la gracia, lo llevó a actuar de maneras que no estaban en armonía con la mente de Cristo. En tales ocasiones, el Señor no ignoró sus errores ni los excusó, sino que lo corrigió.
Una de esas ocasiones tuvo lugar en el huerto de Getsemaní, cuando los enviados del sumo sacerdote vinieron a arrestar al Señor Jesús. Pedro, reaccionando de forma impulsiva, sacó su espada y cortó la oreja de uno de los siervos del sumo sacerdote (véase Jn. 18:10; Lc. 22:50-51). Pero Jesús le dijo con firmeza: “Mete tu espada en la vaina; la copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (Jn. 18:11). Esta respuesta revela que Pedro no comprendía aún el propósito de Cristo de ir voluntariamente a la cruz. Su reacción natural, aunque nacida del fervor, no estaba alineada con la voluntad divina.
El Señor, además, le advirtió con seriedad que “todos los que tomen espada, a espada perecerán” (v. 52). ¿No se daba cuenta Pedro de que, si Jesús lo deseaba, podía pedir al Padre y recibir más de doce legiones de ángeles? Eso equivaldría, como mínimo, a unos sesenta mil ángeles. Y sin embargo, el Señor no puso un límite: dijo “más que doce legiones”. En Isaías 37:36 leemos lo que un solo ángel pudo hacer contra un gran ejército. Ante esto, ¡la espada de Pedro era totalmente impotente e inadecuada!
En pocas horas, el Señor Jesús le diría a Pilato: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían” (Jn. 18:36). Ni Pilato ni Pedro comprendieron realmente cuál era la verdadera batalla a la que el Señor estaba a punto de entrar y de la cual saldría como el glorioso Vencedor.