En su carta a su joven consiervo, el apóstol Pablo ofrece un equilibrio sabio entre la doctrina y la vida práctica. Esta combinación es especialmente importante cuando los nuevos creyentes provienen de un trasfondo no cristiano. En esta breve epístola, la gracia ocupa un lugar central: ha aparecido, justifica y también enseña. Aunque la salvación no es por obras, las buenas obras son una consecuencia inevitable de una fe viva y deben mantenerse diligentemente, tanto para suplir las propias necesidades como las de los demás.
Pablo instruyó a Tito para que estableciera ancianos, proporcionándole las cualificaciones requeridas por Dios para quienes debían desempeñar este importante servicio. Hoy no tenemos apóstoles ni delegados apostólicos con autoridad para nombrar ancianos, y en ninguna parte del Nuevo Testamento se exhorta a la iglesia a elegir a sus líderes espirituales –al igual que, en la naturaleza, las ovejas no eligen a sus pastores. El orden piadoso en la iglesia local es algo vital, mientras que las contiendas deben evitarse porque no son provechosas; y las divisiones rechazarse con firmeza.
En los versículos finales, Pablo comparte sus planes con Tito. Deseaba pasar el invierno en Nicópolis, ya que viajar durante esa estación resultaba difícil, y anhelaba allí la compañía de Tito, su “verdadero hijo en la común fe”. Percibimos en estas palabras una colaboración fraternal, con varios hermanos sirviendo juntos en armonía, ayudándose mutuamente bajo la dirección apostólica. Una vez más, Pablo subraya la importancia de las buenas obras, y concluye su carta como la comenzó: con la gracia de Dios y saludos llenos de afecto fraternal.