La actitud del cristiano para con el gobierno, en una palabra, debe ser sujeción. El mandato es claro: no debemos resistir a la autoridad, es decir, no debemos oponernos a ella. ¿Por qué? Porque las “autoridades” han sido establecidas por Dios, y resistirlas equivale a oponerse a Aquel a quien ellas representan. Tal oposición, dice el apóstol, merece un juicio (véase vv. 1-7).
En estos versículos, las autoridades son consideradas según la intención divina –no según lo que frecuentemente son en la práctica. Esta distinción es crucial. De inmediato, podemos notar cuán lejos está la realidad de este ideal. Sin embargo, debemos recordar que cuando Pablo escribió estas palabras, Nerón estaba a punto de ascender al trono imperial, y él mismo pronto sufriría persecución a manos de las autoridades religiosas de Jerusalén. No obstante, el apóstol vivió lo que enseñó. Véase, por ejemplo, su conducta respetuosa en Hechos 23:5 y 26:25.
Solo una cosa puede eximirnos de la sujeción aquí requerida: cuando obedecer a las autoridades significaría desobedecer a Dios. En tales casos, el principio es firme: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch. 5:29).
Es cierto que, si miramos el estado actual del mundo y sus gobiernos, podemos sentirnos desconcertados. Bajo el estandarte de la «libertad», a menudo se cometen abusos y tiranías peores que las perpetradas por los antiguos déspotas. Sin embargo, cuando volvemos nuestros ojos a Dios y su Palabra, todo se aclara. No hemos sido puestos en este mundo para formar gobiernos ni para derribarlos, sino para buscar los intereses de nuestro Señor, mientras rendimos, con conciencia limpia, el respeto, el honor y la sujeción debidos a las autoridades, cualesquiera que estas sean.