El conocimiento de la fidelidad de Dios y la absoluta verdad de su Palabra inspiran una confianza plena en él. La oración –el aliento mismo de la nueva vida en Cristo– es la expresión natural de la dependencia y confianza en él. En oración, el alma recurre al amor puro del corazón del Padre, no para persuadirlo de nuestros puntos de vista, sino con la tranquila seguridad de que su voluntad es infinitamente mejor que cualquier cosa que nuestra propia sabiduría podría idear.
¡Qué precioso es tener esta serena convicción: que somos cuidados en todo momento por un amor activo y sabio, que obra incesantemente para nuestro bien! Aun antes de recibir una respuesta visible, podemos tener la certeza –si hemos pedido conforme a su voluntad– de que ya tenemos las peticiones que hayamos hecho. La fe sabe que la voluntad de Dios prevalecerá, y si nuestras oraciones no se alinean con ella, entonces es mejor que no se cumplan. Incluso cuando enfrentamos aparentes decepciones, ellas forman parte del entrenamiento necesario que nos lleva a discernir entre deseos personales y la perfecta voluntad de Dios.
Por eso es tan vital tener una visión equilibrada y correcta acerca de la oración: orar en el Espíritu, con el deseo sincero de conocer y saborear la dulzura de su voluntad. Debemos acercarnos con fe sencilla y confianza sin reservas en su amor inmutable. Orar en el Espíritu no es imponer exigencias, ni dejarse llevar por la prisa o la impaciencia de la carne, sino permanecer en la paz de Dios que guarda el corazón y la mente.
“Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4:6-7).