Cuando surgía un asunto difícil entre el pueblo de Israel, ellos debían levantarse y recurrir al lugar que el Señor su Dios hubiere escogido (véase v. 8). Allí se emitiría el juicio, proveniente de los sacerdotes, los levitas y “el juez que hubiere en aquellos días” (v. 9). El pueblo debía obedecer y actuar conforme a esa decisión. Pero si alguien actuaba con presunción y desobedecía deliberadamente, su castigo era la muerte, para que todos oyeran, temieran y no repitieran tal conducta.
De esta instrucción se desprenden tres principios fundamentales:
1. Cuando no podían resolver un conflicto por sí mismos, debían acudir al lugar elegido por el Señor.
2. Los sacerdotes y levitas emitirían un juicio conforme a la Ley y el pensamiento de Dios.
3. Si alguien no obedecía, entonces debía morir.
Estos principios tienen una aplicación moral y espiritual en el Nuevo Testamento, en Mateo 18:15-17. Allí se trata el caso de una ofensa personal entre dos creyentes. Cuando el ofensor persiste en su actitud soberbia y se niega a escuchar –primero a la parte ofendida, y luego al resto–, el caso debe ser presentado a la iglesia. Entonces, la iglesia, con una buena actitud espiritual y en conformidad con las Escrituras, debe hablar con él. Si él escucha a la iglesia, entonces se ha ganado a un hermano, pero “si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano”. Es sorprendente cómo algo que podría parecer insignificante puede conducir a un juicio serio. Pero todo depende de la actitud del corazón.
“Todos, sumisos unos a otros, revestíos de humildad; porque: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (1 P. 5:5).